“Estamos viviendo, o malviviendo, de la solidaridad de la gente”

José Miguel Benítez –Josemi, para la clientela– regenta desde hace ocho años El Club de la Empanada, un pequeño bar restaurante en la calle Dagueria del Gòtic. ¿Su especialidad? El manjar gallego que les da nombre y que ellos ofrecen con sabores de lo más variopintos: desde las tradicionales de atún o de carne, hasta la guasona empanada mental de pollo con menta y ron. Entre sus clientes habituales se contaban muchos trabajadores de la zona –a menudo funcionarios del Ayuntamiento o la Generalitat–, que iban a desayunar o por el menú del día. Ahora, con las restricciones y el teletrabajo, el Club ha tenido que cambiar de chip.

Incredulidad, desconcierto, incertidumbre, desesperación. Son palabras que Josemi usa para definir sus estados de ánimo en las primeras fases pandémicas. “Ha sido duro, porque ves que todo se va al garete. Pero ahora veo la luz al final del túnel: tiraremos pa’lante. Puedo aguantar hasta final de año”, apuesta, y su optimismo contrasta con el desaliento del blues que suena por los altavoces –en el Club, esta es la música oficial: John Lee Hooker, Buddy Guy, Muddy Waters, Etta James…–.

Reconoce que en verano llegó a plantearse el cierre. Después llegaron las ayudas, “que son insuficientes y deben continuar”, avisa. Desde casi el principio, tiene a su único trabajador en ERTE –tardó dos meses en empezar a cobrarlo–. Luego le concedieron un crédito ICO –“en una semana”–, prestaciones y subvenciones que le han ayudado a “sobrevivir” y poco más. Acepta las restricciones porque “el bichito está ahí” y los sitios cerrados “son foco de contagio”. Incluso comparte que “lo lógico hubiera sido cerrarlo todo, pero con ayudas a los negocios”.

“Las Administraciones –reflexiona– no han hecho todo lo que podían hacer, por falta de recursos, por falta de experiencia, pero también por las pugnas entre partidos y entre ellas mismas. Con más voluntad de coordinación se podrían haber sacado más recursos de algún sitio”. También denuncia lo incomprensible de los horarios que se han fijado: “¡Aquí nadie come a la una!”. Él, ahora, ya no abre por la mañana.

Y por la noche, aunque podría abrir hasta las diez, empieza a cerrar a las nueve y media: “Ya no hay nadie por la calle a esa hora”. Al mediodía también abre y ofrece take away con los menús, las tapas y las empanadas. Comida a domicilio no hace: “No me gusta Glovo”.

Josemi pidió permiso para poner una terracita, pero se lo denegaron porque la calle es estrecha. Tampoco se la concedieron cuando la pidió en la plaza de Sant Just, a unos metros–: “Sé que no tengo acceso directo, pero, dado el carácter excepcional de la situación, una terraza nos habría echado una mano. Ahí el Ayuntamiento ha sido poco flexible”.

Nació en Ferrol, en Galícia, hace 63 años. Cuando tenía ocho, sus padres emigraron a Barcelona. “Conocí el Gòtic en sus momentos más grises. Había tejido asociativo; poco, pero lo había: se organizaban las fiestas en la plaza de Sant Just, había cine… En los ochenta, con el auge de la delincuencia y las drogas, la gente sacaba las mesas a la calle para hablar y compartir problemas. Era un barrio. Hoy, de eso, se conserva algo, pero muy poco”, lamenta. Critica igual la turismofobia como la turismofilia: “Debe haber equilibrio en la atención a vecinos y turistas”.

Explica que últimamente el Gòtic ya iba de capa caída por “la mala gestión del turismo y por la especulación inmobiliaria, que ha dejado al barrio con pocos vecinos”. Algunos establecimientos llegaron a unirse para dinamizar la zona: El Club de la Empanada, el Bidasoa, el Bahia… Tenían preparada una ruta de tapas como la Pinxu Panxu de Nou Barris. “Iba a empezar el 18 de marzo, teníamos hasta los carteles hechos, pero el día 14 hubo el confinamiento y se fue al garete”. El Refugi del pasaje de la Pau, otro de los participantes, ya ha tenido que bajar la persiana.

Periodista de formación –fue corresponsal en Centroamérica, donde vivió desde los ochenta hasta 2001–, decidió montar el Club en plena crisis. “Mi hermano no tenía trabajo y cocinaba bien. Yo tenía nociones de coctelería y me encargué de las empanadas”, rememora. Entonces trabajaba en un proyecto de La Caixa –formaba parte de un equipo de técnicos de intervención social–, pero se lanzó a la piscina. Echando 18 horas diarias, levantaron un negocio que llegó a dar trabajo a cuatro personas. Desde junio solo queda él. Echa 11 horas al día, que alterna con el cuidado de su madre, de 91 años y que hasta hace nada pochaba la cebolla para las empanadas. Su hija Irma le ayuda con postres y salsas. “Su apoyo ha sido muy importante para mí”, agradece.

Josemi resalta también la importancia de la solidaridad de los clientes que, por estar teletrabajando, han dejado de ir de forma asidua, pero que se esfuerzan en acudir una vez a la semana o al mes: “Básicamente estamos viviendo, o malviviendo, de la gente que viene para apoyar. Y estamos muy agradecidos por esa solidaridad de clientes y vecinos”.

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