Hubo un tiempo en que Barcelona no era una marca, ni una ciudad olímpica, ni siquiera un congreso de móviles. Hubo un tiempo en que Barcelona olía a puchero, a maleta de cartón, a barraca. Es decir, a miseria. Memoria viva -que no institucionalizada- de aquellos años es Custodia Moreno, vecina del barrio del Carmelo, activista vecinal y barraquista. No se confundan: la fragilidad física de esta mujer de 72 años, con su muleta a cuestas y sus implantes de metal en el cuerpo (“parezco la mujer biónica”, bromea) esconde una fuerza de carácter que le permitió sobrevivir a la dura vida en una barraca durante veinticinco años, sacarse la carrera de enfermería y, de paso, tener hijos y luchar activamente por una existencia digna para los barraquistas del Carmelo. Por todo ello, a Custodia, en verdad le cuadra el nombre.
Atardece. Estamos en la cima del monte Carmelo, tal vez la mejor vista de la ciudad, un excepcional mirador de 360 grados desde el que se dominan todos los rincones de Barcelona: de las chimeneas de Badalona a Montjuïc, del Tibidabo a Canyelles. Aquí, durante la guerra civil, se emplazaron búnqueres armados de cañones (“aunque nunca dispararon un tiro”, ironiza), que más tarde sirvieron de base para las barracas que luego construirían hombres y mujeres venidos del resto de España. Gentes que huían de la miseria o de la represión política. O de ambas a la vez. “Llegamos de Granada en 1947” -recuerda- “y nada más llegar sufrimos la primera decepción: en Barcelona teníamos unos amigos, que se encargaron de alquilarnos un piso en Gracia. Cuando llegamos, vimos que estaba ocupado por cuatro familias más. Lo que pasaba es que a cada familia le alquilaban una habitación ‘con derecho a cocina’, como se decía entonces”.
La familia Moreno era humilde, pero en Granada al menos vivía en su propia casa. Entonces los amigos (“a los que nunca podremos agradecerles todo lo que hicieron por nosotros”) se ofrecieron para acogerles en su propia hogar, en el perdido e inaccesible barrio del Carmelo. “Y resultó ser una barraca”. Allí vivieron hasta que, al poco tiempo, quedó libre otra barraca cercana, por la cual pagaron “una barbaridad”: trescientas pesetas de aquel entonces. Algo que deja a las claras que para más de uno la inmigración fue un auténtico negocio. “Se dieron cuenta de que construyendo barracas para los recién llegados se hacía dinero. Además, la montaña entera era propiedad de familias importantes de Barcelona, que nada más olfatear el negocio empezaron a parcelar y vender el terreno”.
Custodia vivió en esa barraca hasta 1972, año en que se casó. Una barraca era, en esencia, una habitación única donde convivía toda la familia -en algunos casos, hasta doce personas- y donde había la cama plegable, el fogón de petróleo para cocinar y la jofaina para asearse – “primero nos lavábamos la parte de arriba del cuerpo, luego la de abajo”, recuerda-. Y que, desde luego, carecía de los mínimos servicios básicos: ni luz, ni gas, ni agua corriente, ni alcantarillado. Por no haber, no había ni contenedores donde depositar la basura. “La primera lucha que hicimos en la calle fue para conseguir contenedores. Tuvimos que cortar la carretera del Carmelo, apilando bolsas de basura hasta formar una montaña de más de cinco metros de alto”, explica. La represión entonces era feroz, y la policía -los famosos grises– no tenían escrúpulos en aporrear y detener a mansalva. “Para reivindicar cosas para los barrios, lo primero que tuvimos que hacer fue sacudirnos de encima el miedo”.
Sin embargo, pese a las penurias, recuerda aquella vida con cariño: “dormíamos con las puertas abiertas y como no teníamos nada, lo compartíamos todo. Y los vecinos eran de un combativo impresionante. Además, allá arriba en la montaña, con la vista y los pinares, éramos los reyes del mambo”. Precisamente está en marcha una iniciativa para reivindicar la memoria de las barracas -de las que llegó a haber más de seis mil en toda Barcelona-, en la que está implicada una Comisión Ciudadana de la que forma parte Custodia. Entre las acciones que se llevarán a cabo, está la colocación de placas conmemorativas en los principales barrios barraquistas: Somorrostro, Campo de la Bota, Montjuïc, el Carmelo, Poblenou, la Perona, la Prosperitat.
Fue a partir de la década de los setenta cuando, a fuerza de luchar, los barraquistas fueron alcanzando sus reivindicaciones: llegaron la luz, el agua y las alcantarillas. Y también el autobús, rompiendo así el secular aislamiento del Carmelo.
Hasta se consiguió que el Ayuntamiento construyera viviendas dignas: Los que no quisieron abandonar el barrio se alojaron en los llamados pisos verdes (por el color con que decidieron pintarlos los vecinos), en el sector conocido como “Ramón Casellas”. Los demás fueron reubicados en Canyelles y en el Paseo Urrutia, en la Guineueta. Precisamente, el único momento en que su voz firme se quiebra por la emoción es cuando relata cómo se sentían los barraquistas al acceder a un piso: “Una vecina me dijo: es la primera vez en veinticinco años que mi marido y yo vamos a tener una habitación para nosotros solos, y lo mismo nuestros hijos. ¿Tú sabes lo que es eso?”.